miércoles, 20 de enero de 2010

una puerta se cierra

(87ª parada)
"(...) De todo árbol del huerto comerás; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás".
(Libro del Génesis, cap. 2: 16-17)

Si tuviera que decidir qué apartado fue, en mi opinión, el más sencillo del temario de estudio para el examen teórico del permiso de conducir (¡qué tiempos, aquéllos!), no tengo ninguna duda de que el capítulo de las señales de tráfico me resultó de lo más fácil. Sin embargo, lo tendría muy complicado para explicar por qué siempre me han provocado más tirria las señales de prohibición (esas redonditas con el borde en rojo) que las de obligatoriedad (las redonditas azules). A fin de cuentas, una prohibición impide hacer una sola cosa pero permite el resto, mientras que una obligación permite una sola cosa y, por tanto, implícitamente prohíbe el resto. Dicho con un sencillo ejemplo: si en un cruce al que convergen seis calles (además de la que me lleva hasta él) una señal de las circulares rojas me prohíbe tomar una de las salidas, quiere decir que me quedan otras cinco para elegir. Pero si me ponen la señal azul que me obliga a seguir, sí o sí, sólo por una de las calles, entonces es que tengo prohibidas las otras cinco opciones y no queda más tutía que tirar pa'lante por la de la flechita blanca en fondo azul. Está claro.

Se me ocurría esto a propósito de las señales que nosotros mismos nos vamos poniendo en el viaje de la vida. Y que, en este transitar, no sé por qué, también solemos preferir las obligaciones a las prohibiciones. No es que las obligaciones nos parezcan algo excelso, que no es así. Por el contrario, es seguro que las palabras obligación y prohibición no están en el top-thousand (así, sin exagerar) de ninguna lista de palabras predilectas. Supongo que esa ventaja que lo obligatorio le lleva a lo prohibitivo en nuestras preferencias será algún tipo de instinto muy bien incrustado en las neuronas humanas o algo por el estilo. Lo que parece cierto es que nos suele fastidiar mucho la palabra NO y todo lo que se le parezca. A veces basta un NO para que nos empeñemos en insistir en aquello que se nos niega...

¿Qué pensar, entonces, cuando se cierra una puerta?
Bueno. El tiempo, por ejemplo, no hace más que cerrarnos puertas. Puertas al pasado. Se cerró la puerta del 2-mil-9. Si algo quedó por realizar, si algo hubiera que rectificar en él, si algo se deseara recomponer... esa puerta ya se cerró. Nada hay que hacer. Las puertas abiertas, de existir, siempre están hacia delante pero nunca hacia atrás.

Por otra parte, pienso que no es tan mala cosa que se vayan cerrando puertas. En ocasiones, coceando contra aguijones, nos obcecamos como borriquillos frente a una hoja entreabierta, que permite ver algo más allá, pero cuyo umbral no somos capaces de atravesar, por más que lo intentamos... Puede ser una buena noticia sentir el portazo definitivo que apague el brillo de esa ilusión insensata. Y, a medida que los ojos se van acostumbrando a la nueva oscuridad, tal como si el sol repentinamente hubiera perdido su fulgor, comienza a vislumbrarse un tenue titilar, cada vez más nítido, de multitud de estrellas de oportunidad. Multitud de puertas abiertas que habían sido eclipsadas por la luz del día de la elegida obligatoriedad, pero que en la noche de la prohibición, quizás autoimpuesta, forman maravillosas constelaciones de futuros venturosos.
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