(área de descanso nº 124)
Cándido siempre se lamenta de que si no fuera por las tormentas estaría nadando en la abundancia.
Cándido es agricultor. Es decir, un
labrego de toda la vida. Además de partirse el lomo trabajando en los ferrados de terreno que heredó de sus deudos, también tiene otros cultivos en algún invernadero que él mismo construyó hace años en la finca. Su mujer, Teresa, echa una inestimable mano en las tareas del campo, al tiempo que cuida de los animales de la hacienda.
A vaquiña, o porquiño e as galiñas, como dice ella.
Cándido siempre se lamenta de que si no fuera por las tormentas estaría nadando en la abundancia.
Sentados junto a un gran bloque de granito al pie de un hórreo, sus vecinos escuchan con frecuencia las quejas de Cándido. ¡Pobre Cándido!, odia las tormentas.
Una vez, cayó un granizo tan fuerte que uno de los invernaderos quedó bien maltrecho, tanto que hubo que hacerle unas cuantas reparaciones costosas. En otra ocasión, las plantas de tomate quedaron completamente estragadas. Menos mal que el cultivo que más fama ha dado a Cándido en el mercado de la comarca han sido sus patatas, que las más de las veces no ven mermada su calidad por el azote de las tormentas.
¡Ay, mis pataquiñas!, exclama Cándido con satisfacción. Pero en cuanto ve arremolinarse las nubes negras, a Cándido le entra una desazón interior.
Cándido siempre se lamenta de que si no fuera por las tormentas estaría nadando en la abundancia.
Es Cándido hombre de costumbres. Se levanta siempre a la misma hora, sea invierno o verano. La partida de tute con los vecinos, a mediodía después del café en la bodega de la aldea, para ver quién paga los orujos que calientan las tertulias. Las celebraciones por todo lo alto de sus aniversarios con Teresa, siempre tan guapa para sus ojos. El partido dominical en la tele, pagando por ver a su
Deportiviño del alma. La visita de los jueves a Betanzos, para ver a sus nietos entre semana, y, de paso, jugar los mismos números de siempre en la
bonoloto. El primer baño veraniego en la playa del Pedrido con su Teresa que apenas se atreve a remojarse los pies en la orilla. Algún día, sucede que en ese primer baño de la temporada Cándido ve cómo de repente las nubes amenazan tormenta. Y el hombre se pone enfermo...
Cándido siempre se lamenta de que si no fuera por las tormentas estaría nadando en la abundancia.
Si te encuentras a Cándido en el camino, cerca del hórreo que hay a la entrada de su finca, o sentado en el cruceiro en el centro de la aldea, tal vez un día esté más pródigo en palabras y termine por contarte su historia. Te contará de aquel jueves en que se disponía a visitar a sus nietos. Era día de tormenta, una fuerte de primavera. En su viejo coche, iba recorriendo una de las estrechas carreteras mal asfaltadas que como afluentes desembocan en la nacional 651. La lluvia era intensa y los limpiaparabrisas trabajaban a fondo para permitir la visión de la pista. En un recodo, un rayo había descuajaringado un árbol del camino y una mitad del pobre castaño tronchado se había desmoronado sobre la ruta. La vía estaba bloqueada y no había nada que hacer. A Cándido no le quedó más remedio que dar media vuelta y avisar a los forestales. Un jueves sin nietos...
¡bueno! ¿e qué lle imos facer?
Al día siguiente, cuando se acercó a la bodega y vio sus números premiados en la
bonoloto, casi le da un síncope allí mismo. ¡Sus números, los que aquella tormenta que cortando con un árbol su camino le había impedido jugarlos como de costumbre!
Se acumula un bote de casi tres millones y medio de euros para el próximo sorteo, decía un locutor en las noticias.
Desde entonces, Cándido siempre se lamenta de que si no fuera por las tormentas estaría nadando en la abundancia.
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La oscura bóveda de nubes parece a punto de desplomarse, pero discontinuas y esbeltísimas columnillas translúcidas han acabado por apuntalarla, a pesar de lo tenue de sus fustes acuosos. Una atmósfera pétrea deja paso al frescor ingrávido.
Equilibrio líquido.
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El suelo se pavimenta de cielo.