Las últimas semanas del verano coruñés van transcurriendo lánguidamente, se diría que con más pena que gloria. Del verano queda el nombre, al igual que sucede con aquellas mujeres de edad incierta a las que se les sigue llamando chicas mientras los niños, en su honestidad que no sabe de diplomacias, las llaman señoras. En otras partes del país la gente se está tostando bajo el sol y, en cambio, por aquí el verano-de-nombre ha ido robando las esencias otoñales sin permiso del equinoccio. Aunque intuyo que habrá un nuevo golpe de timón y terminará por resarcirse en los ya no tan lejanos días de septiembre o de octubre, en que volverá a darnos otro cambiazo cuando todos empecemos propiamente a tratarlo de señor otoño. En el fondo, es un favor que nos hace dándonos una buena excusa para rellenar los incómodos silencios de ascensor. ¿Qué sería de esos eternos momentos sin la anodina y poco estimulante charla acerca del tiempo, de lo trastornado que está y de qué barbaridad, esto no hay cuerpo que lo resista, no me extraña que se pillen catarros seguidos? Sin el dichoso comentario del tiempo, tan largas se harían esas encerronas (en estrecha cabina y compañía no solicitada) que podríamos esperar, al abrirse las puertas del ascensor después del inacabable trayecto, una visión de la mismísima superficie lunar. Ya no quiero ser tan alto como la luna... Un efecto relativista con el otro tiempo, el de los relojes. Gracias, Einstein.
Pero como no solo del tiempo vive el hombre (ni la mujer), las nubes de plomo que tenemos por sombrero también sirven para empujar a la escritura a los melancólicos. Como yo. No hubiera escrito ni una sola línea de ser este el primer día penumbroso de la temporada. Ni siquiera una semana entera habría bastado como detonante. Pero sí lo es un acúmulo de días lo suficientemente extenso como para que la memoria empiece a no distinguirlos.
De dos opciones que tengo para lanzarme a la escritura, suelo escoger la de la memoria y descartar la del impulso. Por simple imitación. No soy capaz de imaginar al poeta relatando las emociones que experimenta en el mismo instante en que lo zarandea la pasión. Imagino, más bien, que en lugar de dar expresión escrita a sus penas durante un baño de lágrimas, elige otro momento en que el líquido de ellas ya está evaporado y no queda más que un reguero salino cuarteado en las mejillas. En la memoria, reviviendo la tormenta pero ya a salvo de sus relámpagos, se tiene la percepción más nítida y se rescata lo más universal, lo perdurable. A fin de cuentas, lo que sucedió es lo que recordamos, no lo que sucedió realmente. Nuestro equipaje se nutre de la memoria.
Si pusiera en práctica la otra forma de escribir, la del impulso, es muy posible que (sin desmerecer a nadie) mi estilo se acercara más al de la adolescente que escribe su diario de tapas rosas y flores y que es custodiado por una cerradura cuya llave oculta en un cajón recóndito. Inexplicable sería tanto temor a que alguien pueda robar los pensamientos más íntimos si luego se publican para que los lea el primero que pase por aquí. Otra forma de verlo es considerar que este espacio es un diván y el extraño que pasa actúa como psicoanalista mudo, soportando mi desahogo. No me convence esta opción, porque el extraño termina convirtiéndose en conocido y la vulnerabilidad se torna insoportable.
Sí, prefiero escribir desde la memoria: contemplar el árbol de los pensamientos y comprobar cuáles de sus hojas permanecen todavía aferradas a las ramas después del paso de las ventiscas que se llevan la hojarasca superflua.
Prefiero aquello, aunque en días como el de hoy me lance a la loca carrera del impulso adolescente escritor de diarios. Sin apenas teñirlo de lo que me susurra la memoria.
Porque hoy es hoy. Y me siento gris, como el día.