lunes, 26 de marzo de 2012

el premio de la sociabilidad

(área de descanso nº 174)

El ser humano es una criatura social y todas esas cosas. Algo conocido de sobra.
Tal realidad tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Pero no me atrevo a señalar (así, a la ligera) cuáles son ventajas y cuáles inconvenientes, porque según cada individuo y situación concreta, lo que puede parecer razonablemente ventajoso termina resultando un gran fastidio. En líneas generales se me antoja ventajoso que, al vivir en grupos, los seres humanos cazan juntos, se defienden juntos, ven la tele juntos... ¿Ventaja? Pues no sé. Es más fácil cazar un mamut entre varios, antes que liarse a mamporros en solitario contra tamaña bestia. Pero si se trata de cazar una codorniz entre veinte tíos... luego, en el reparto, seguro que te quedas con hambre. Si hablamos de ver la tele... en fin, la de discusiones que ha habido por los mandos. La proliferación de canales ha llevado, además, a la multiplicación de receptores en cada vivienda. Incluso puede que hayan cambiado los castigos con el tiempo (antes: "castigado sin ver la tele esta semana", ahora: "castigado viendo la tele esta semana"). Sobre el tema de defenderse en equipo, tampoco sé qué decir, porque cuando un grupo se ha sentido lo bastante poderoso como para sobrellevar una batalla con claras opciones de victoria, su pensamiento ha pasado de la defensa al ataque (¿por qué esperar a que nos calcen ellos si podemos pegar nosotros primero?). Es decir, que no tenemos arreglo.

Pensaba en todo esto el otro día. La culpa la tienen esas reuniones sociales en que (terminadas las excusas interpuestas para evitar asistencia, a riesgo de que te encajen la etiqueta de insociable-sin-remedio ...aunque se me antoja este un mal menor, teniendo en cuenta la que te cae cuando cedes a la presión y dices que sí... hummmmm, me acabo de dar cuenta de que he abierto un paréntesis y ahora me encuentro tan a gusto aquí dentro de él que casi me está costando cerrarlo; pero, bueno, no abusemos, que esto no parece serio y se pierde el hilo de la frase: hale, ahí va el cierre) te toca lidiar con amigos de amigos. Casi me juego algo a que te has tenido que volver a leer la última frase, pero saltándote el paréntesis. Bueno, no voy a entrar ahora en teorías sobre proximidad. Diré, simplemente, que (en términos de relaciones) un amigo de un amigo está a solo dos grados de distancia, pero te puede resultar más extraño que un perro verde. Está claro: a tus amigos los eliges tú, pero no eliges a los amigos de tus amigos. Esos son partículas extrañas ahí adheridas, que pueden ser muy majos (¡oh, agradable sorpresa!) o más petardos que hechos a propósito para las Fallas valencianas.
Así las cosas, me tocó tragarme los despropósitos mentales vertidos en forma de palabras de una de esas partículas-extrañas-clase-petardo. Si hay tres especímenes-tipo que detesto de la clase petardo, son el relamido, el papanatas y el mentecato. Las combinaciones entre estos tres tipos no son menos terribles que los 'tipos puros'. ¡Son incluso más terribles!
El relamido es el típico espécimen políticamente correcto que tratará de deslumbrarte con sus respuestas estándar de lata de conserva (si te crees que tienes dotes de adivinación cuando hablas con gente de este tipo, no te equivoques: es que son demasiado previsibles, eso es todo). El drama de este tipo es que se cree superguaysuperasertivo y superempático, pero solo es un plomazo que no te va a aportar nada interesante y que es impermeable a todo lo que le puedas decir.
El papanatas (como su nombre indica) es un fulano que, en un alarde de candidez, se traga toda verdad oficial o inventada que sea de su agrado y cree que ahora se trata de convertir al resto del mundo en discípulos de la causa. Esta actitud hace de ellos unos activistas de la propaganda. También unos plomazos.
Por último, el mentecato se caracteriza por su tendencia irresistible a dar la nota. Todo el mundo tiene que enterarse de que hay un mentecato en la sala. Si alguien aún no se ha dado cuenta, tranquilos todos, que una falta así no puede quedar sin resolver. Se encargará de ello, ya lo creo. Sus ideas peregrinas, la categoría de sus absurdos, su cabezonería a prueba de lo que le echen y su capacidad para hacerse notar serán pronto del conocimiento de la concurrencia.

Como pago a mi sociabilidad, me tocó tener que aguantar a uno de estos petardos mixtos a quien, además, nadie le había explicado (bueno, para el caso que debe de hacer a explicaciones...) eso de que cuando hables con extraños no toques de entrada los temas tabú: política, religión y fútbol. En fin, el mushasho, en un triple mortal que dejó boquiabierto a más de uno, los resobeteó voluptuosamente sin pasar por alto ninguno de ellos. Son los momentos como este, los que me sirven para entrenar y perfeccionar la desconexión auditiva. Si Homer Simpson tiene capacidad para hacerlo, ¿por qué no habría de tenerla yo?
Y ahí mismo, escuchando el tururiru tururí ♫ tururí tuntún, me dio por indagar en el motivo de que a la gente le guste tanto hablar de política, fútbol o religión. Solo se me ocurre pensar que es porque se trata de esos temas en que todo el mundo se cree que sabe mucho sin tener ni pajolera idea. Y porque hablar siempre del tiempo que hace acaba siendo aburrido.

También me resulta sorprendente lo muy encadenados que están estos temas. Cada vez más, me fijo en que quien habla de fútbol lo hace pontificando sobre verdades absolutas de pacotilla y con tal devoción y credulidad que pareciera que hablara de religión. Los que hablan de religión se muestran tan preocupados por el control de la gente, de sus costumbres, de sus formas de comportarse y de las leyes, que podría decirse que hablan de política. Y, por último, los que hablan de política ponen la misma pasión y hacen un seguimiento tan incondicional e irracional de sus ídolos, tan dados ellos al panem el circenses, que más bien aparentan estar hablando de fútbol.
Lo que hay que aguantar.

No es un homenaje a los piscis.
Como es evidente, solo es una conversación de besugos... xD

miércoles, 21 de marzo de 2012

aguas estancadas

(área de descanso nº 173)

Crees que el agua es igual en todas partes. Sí, eso es lo que piensa tu mente, pero no siempre las leyes de la razón funcionan como debieran hacerlo. El mundo encuentra lugares donde se retuerce y se vuelve del revés. Aquí, el agua es distinta. Y eso me convierte en único.
Hay aguas que riegan, aguas que separan, aguas que destruyen, aguas que son cobijo de vida... Empero, estas aguas son aguas terribles: aguas de la tragedia para los indecisos y del olvido para los pusilánimes. Aguas donde termina todo o todo vuelve a comenzar si tienes valor, si eres paciente, si pagas el precio convenido. En algún momento pasarás por aquí. Puedes permanecer en la orilla demasiado tiempo, dando vueltas, tratando de decidir, estancado, dubitativo. Es posible que no quieras proseguir. Es posible que te hayas acostumbrado a esta etapa y no avances más en el viaje. Es posible que desconozcas el significado práctico de pasar página.

Escudriño la orilla. Allí, una mujer. Era una ensoñación bien adornada, pero hoy se ha despojado de sus adornos. Era tiempo de abrir los ojos y se ha descubierto inane. Ya no quiere seguir aquí. Me está llamando. De paso, contemplo el despertar de un hombre avejentado: un trabajo improductivo que también quiere convertirse en otra cosa. Más allá, una dama grotesca con la moneda en su mano, una tarea inconclusa, está esperando su turno para emprender el tránsito. También veo que hay un muchacho, un noviazgo frustrante, que todavía no se decide a partir. En igual situación permanecen un ideal caduco, un hábito inveterado, una decepción aún sangrante, un resentimiento agrandado...

Quizás un día me vea a mí mismo en la orilla, entre la multitud. Puede que incluso me reconozca fácilmente, a pesar del gentío. Será doloroso verme en tal estado, como en un espejo, mas será el requisito para la liberación. El fin de una etapa, el camino nuevo, una despedida y un recomenzar.
Dirigiré mi bote sobre las aguas del río Aquerón y me diré las palabras que tantas veces he escuchado pronunciadas por mis labios. Pero esta vez será la definitiva, ya nunca más seguiré anclado a este lecho.
Soy el barquero del inframundo. Mi nombre es Caronte. ¿Traes tu óbolo?

John Roddam Spencer-Stanhope:
"Caronte y Psique" (c. 1883)

miércoles, 14 de marzo de 2012

liebster

(parada y breve vistazo atrás)

Hay días en que suceden cosas inesperadas. Pueden ser cosas que marquen un punto de inflexión en la vida o, sencillamente, que cambien solo un instante de la vida. Y las hay agradables y desagradables.
Bueno, el caso es que ayer mismo, desde aquí se mencionaba este blog como un blog preferido. Y eso fue algo agradablemente inesperado que cambió un instante de mi vida: se amplió la curvatura de mi sonrisa, me brillaron algo más los ojos... Es una gran sensación la de sentirse querido y recordado por alguien, aunque solo sea por lo que dejo escrito en este viaje de andar por casa. En esta oportunidad, ha sido Sergio la persona de quien ha partido la mención. Nunca tuve la costumbre de continuar cadenas y perdí la de dar premios blogueros. Ya he escrito sobre esto alguna vez (aquí y aquí, por ejemplo). Pero no está de más volver a explicarlo, porque puede parecer un gesto ingrato o desconsiderado por mi parte, y no van por ahí los tiros.
La cosa es así: Me siento profundamente agradecido por todos esos escritores que, sin pedir ninguna compensación a cambio, comparten sus pensamientos, sus sentimientos y sus palabras, derraman su ser en un lugar accesible, regalan gotitas de su esencia a quien quiera recolectarlas. Si me pides que seleccione a un número determinado de ellos, hago una injusticia con el resto. Porque después de un tiempo, esos escritores-tras-los-correspondientes-avatares se han convertido en personas especiales, y no puedo destacar a unos sin mencionar al resto.
¿Quieres saber quiénes son mis blogueros favoritos, mis queridos compañeros de viaje? Consulta la columna de la izquierda y ahí están todos ellos, compartiendo andadura. Unos siguen caminando. Otros (por desgracia para mí, pero quizás porque era lo mejor para ellos) abandonaron el camino y encontraron mejores cosas que hacer. Pero los sigo recordando y espero que sigan tan bien como siempre.
Mi premio (mi especial cariño) es para ellos. Pero no solo hoy, sino en cada ocasión en que me conceden la oportunidad de compartir mis pensamientos acerca de sus escritos y sus reflexiones. Todos ellos son merecedores del Liebster blog.

Empero, igual que no puedo destacar a unos por encima de otros, también sería honesto si dijera que no todos los post que leo en sus bitácoras me impresionan de igual manera. Es tan cierto como que hay cosas que yo escribo que me parece que no están al mismo nivel que otras. Por encima, por debajo... pero habrá cosas escritas que me será más fácil recordar que otras, porque surgen de experiencias distintas.
Y creo que prefiero transformar este premio que va pasando de mano en mano (y que continuaría citando a cinco nuevos ganadores del Liebster blog) en una cosa distinta. Lo voy a aprovechar para contarte los cinco post que más me han impactado en los últimos días. Finalmente, es casi seguro que quedarán enterrados, porque es la ley de este invento llamado blogosfera. Solo la arqueología bloguística sabrá recuperar algunas cosas de todos los escritos que van sepultándose bajo las capas de lo nuevo, y sin embargo sigo pensando que ¿por qué no ir reconociendo y publicando el impacto que nos van causando en este momento?

Mis cinco post favoritos, de los que he leído recientemente, son:

- nº 5: Viejo muere el cisne (de Las reminiscencias, blog de Sonja)
Si leer es una aventura, no imaginamos hasta qué punto esa aventura forma parte de nuestro devenir. Ya nunca nos volvemos a bañar en las mismas aguas del mismo río, ni volvemos a leer las mismas palabras de los mismos libros. Ellos crecen con nosotros y se transforman igual que nosotros mismos nos vamos transformando.

- nº 4: Fuera máscaras (de ¡Hasta el kiwi!, blog de Aliena)
Escribir un blog nos va cambiando. La experiencia lectora nos transforma, pero ¿y la experiencia escritora? No podía ser menos. Y llega un momento en que tienes que plantearte qué pasa con tu avatarizado anonimato, porque las relaciones que se mantienen con otros escritores superan con creces lo que imaginabas en principio.

- nº 3: Un te quiero (Postsanvalentín) (de Avellaneda, blog de Avellaneda)
Avellaneda es una compañera bloguera desde casi el principio, allá en el 2007. Vamos, de toda la vida. Ahora tiene más vocación de Guadiana, pero ¡qué quieres! el río sigue siendo río y siempre trae muy buenas aguas. Avellaneda escribe poemas desde una parte de su interior que es como una fuente enraizada en la sensibilidad más exquisita que esta gran persona cultiva ahí adentro. Si bebes un vasito del agua que mana de esa fuente, entonces te puedes quedar pasmado de emoción. Este es, de momento, el último chorro fresco que nos ha regalado.

- nº 2: Allí te cuidarán mejor (de La taberna de Montse, blog de Blog A)
Conste que yo a "blog A" siempre la he llamado Montse, que me suena mejor jajaja. En este post, ciertamente enternecedor y desgarrador a partes iguales, se da un vistazo a las relaciones padres-hijos: el asunto de la maternidad, el paso del tiempo, las decisiones que los hijos se ven obligados a tomar respecto a sus padres ya mayores, las ilusiones y las realidades... Me dejó prácticamente sin palabras. Y conseguir eso es bien difícil.

- nº 1: Cuando no pintamos nada (de Speedygirl, la prima lejana de los increíbles, blog de Speedygirl)
Si soy sincero, tengo que decir que este ha sido el post al que más vueltas le he dado en los últimos días. En la vida práctica, quiero decir. Es que no sé qué pasa, pero esa tendencia que tenemos de querer llevarnos el protagonismo de todo en cada situación de la vida no es nada realista. Tiene más que ver con nuestro ego que con la realidad. Si alguien "me" hace algo o "me" mira mal (o lo que sea) la primera reacción por mi parte suele ser pensar que esa persona tiene un problema conmigo. Pero pocas veces doy cabida a otras explicaciones, tipo: tiene un mal día, le está pasando algo, etc (cosas que no tienen nada que ver conmigo). Pese a estar poco transitado, este otro derrotero es más liberador y evita tomarse las cosas como algo personal. Cosas del ego.

jueves, 8 de marzo de 2012

en caída libre

(área de descanso nº 172)

Ayer lo vi. Claramente. La escena estaba ante mis ojos y no podía dejar de asombrarme por lo que parecía inevitable. Lo estaba presenciando en toda su descarnada desnudez.
Mientras trataba de esquivar el impacto, pensaba en los conejos de Iriarte, escapando de galgos o de podencos, pero siendo finalmente cazados por los perros, como si lo importante hubiera sido conocer su raza y no huir de sus colmillos. Así, contemplaba a media humanidad sujetando con su pico la razón que le da derecho a enfrentarse con terquedad, con empecinamiento, sin ceder ni un milímetro, a la otra mitad igualmente aferrada a una misma razón que no quiere soltar por nada.

Caían en picado, como cae la humanidad sin freno en el pozo de sus mezquindades.
¿Y no serán capaces de darse cuenta de qué es lo que importa y dejar de lado las cuestiones de poco momento? Quizás es que la ceguera consiste exactamente en tener como importantes las "grandes causas", pero no las verdaderas causas. Oh, sí, organicemos la revolución, que ya habrá tiempo de resucitar a los muertos. Pero salgámonos con la nuestra si queremos que sobreviva la especie, aunque sea la parte que se ha cargado a la otra parte.
¡Como si nuestra supervivencia (visto lo visto) le fuera tan útil al planeta...! ¡Qué tragedia, si la especie se pierde en estúpidas riñas que solo a la propia especie parecieran importarle...!

¿Cómo es posible que no echen a volar teniendo alas? ¿Tan importante es vencer si se pierde todo? ¡Todo!
Y en este caso, me tocaba a mí ser galgo o podenco, ser la fatalidad que despierta por última vez a los que se inmolan por una miseria, ser el postrer fogonazo de luz (ya ineficaz) que contemplan los enceguecidos...

Sin embargo, se evitó el golpe.
Conducía mi coche por una avenida de la ciudad. No pude ver en ese momento que, en las alturas, dos gaviotas pugnaban por un trozo de comida. Obcecadas en la presa, ambas la sujetaban en el pico sin ceder su posesión a la compañera. Porfiaban las dos de tal forma que el aleteo se volvió inútil para quedar suspendidas en el aire y comenzaron la grotesca danza que ya estaba contemplando. Caían en círculos, girando ambas sin percatarse del peligro en una avenida llena de vehículos transitando. Calculé, por la velocidad de la caída, que sería mi coche el que recibiría el impacto en el costado izquierdo. O el que pasaría sus ruedas por encima de las aves, reduciéndolas a un amasijo de carne y plumas sobre el asfalto. Todo fue tan rápido que no supe si era mejor frenar o dar un volantazo hacia mi derecha. El vehículo de detrás o el de al lado podían resultar implicados por la maniobra. Al final, el instinto me hizo girar el volante para ocupar algo del espacio que me separaba con el coche a mi derecha, al tiempo que esperaba un golpe sordo cerca de mi parabrisas o un ruido desagradable bajo el vehículo. No hubo tal golpe. Ni hubo tal ruido. Sí hubo espacio suficiente para que las gaviotas tocaran suelo y, ya conscientes del peligro, remontaran el vuelo ilesas. No sé cuál de las dos se quedó con su trozo de pan o con su gorrión muerto o con su trozo de basura. Tampoco sé si lo que fuera que llevaban en el pico quedó abandonado en la calle. Solo sé que era un trofeo demasiado pobre como para merecer haber sido arrolladas.

Y sigo pensando en que los humanos vamos por el mismo camino, en caída libre y prestos a ser aplastados por la fatalidad que nos acecha. Pero no queremos soltar del pico nuestro trozo de basura. Qué enorme pérdida sería salvar la vida pero que otro se quedara con todo el botín. Inaceptable.
Seguimos en picado, en rumbo de colisión, aferrados a nuestras miserias. Bravo. Moriremos con las botas puestas.

sábado, 3 de marzo de 2012

pilar de sal

(área de descanso nº 171)
וַתַּבֵּ֥ט אִשְׁתֹּ֖ו מֵאַחֲרָ֑יו וַתְּהִ֖י נְצִ֥יב מֶֽלַח׃
"Y miró su mujer [de Lot] detrás de él y fue pilar de sal".
(Libro del Génesis, cap. 19: 26)

Una pequeña barquita abandona la serenidad del puerto. Su tripulante mueve los remos para impulsar esa cáscara de nuez en la bahía. Por un instante pienso en la perspectiva del pescador: de espaldas al avance, bogando brioso mientras contempla, cada vez más lejanos, cada vez más diminutos, los muelles de los que partió con su embarcación.
Cuánta nostalgia se puede concentrar en una imagen.
Quizás es eso la vida misma. Un adentrarse en un incierto océano, un aventurarse sin poder ver el camino futuro, aún no trazado en las aguas de la existencia, a bordo de la barquichuela del presente, avistando tan solo con la memoria la realidad ya pasada de la estela que se va dejando. Esa misma estela anclada a un lugar remoto donde se intenta encontrar algún sentido al todo.

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Miro el mar y parece que siento su llamada. Y no comprendo cómo me llama a mí, que durante muchos años viví ignorando su presencia. Pero toda esa agua salada, con su vaivén, sus mareas, su oleaje, sus crestas, sus colores, sus jugueteos e incluso su lúgubre y monótono susurro, me resulta cautivadora. Tanto, que no me cuesta imaginar por qué hay quien me dice que toda la vida partió de ahí.
Si fue así, mucho hemos cambiado. No es lugar para la vida humana. No hay posibilidad de sobrevivir en ella, con estos pulmones, con este cuerpo. Estamos en conflicto: yo te robo y tú me robas. Incluso nos podemos robar la vida. Cada vez dudo más de que tuviéramos origen en tu cuna, tan desapacible, tan frígida, tan inclemente, tan adusta. Solo en mis sueños puede ser eso posible. En mis sueños. Donde todo es distinto, donde puedo respirar como un pez, donde no hace frío ni calor, donde nado sin esfuerzo...

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¿Una reminiscencia del mar?
En la inmensidad azul, el náufrago vio una isla y buscó posar su pie en ella antes de ser tragado por el agua, tan blanda que no puede ser hollada. Buscó escapar a la muerte segura. Salvarse en tierra firme.
En la llanura de tierra solo habita el viento. La inmensidad azul es ahora el cielo que lo cubre todo. A veces viajan en él enormes nubes que avanzan pesadamente o se deshilachan jugando a ser otra cosa, vuelan aves solitarias, majestuosas, o también las hay que forman escuadrillas. Otras veces, el cielo no sostiene nada bajo su infinito y límpido techo cian. El viento rastrilla suelos ocres o mantos verdosos de pequeña vegetación. Quizás algún árbol se resista a su empuje, desafiándolo con su constancia. Pero de esa pugna tan solo brota música. El roce con cada terrón del suelo, con cada hierba, con cada rama mecida, es la sinfonía de la planicie.
Cuánta paz. Tanta paz, que llega a generar el vacío. Y se busca en el horizonte una isla para salvarse de la inmensidad vacía del océano de tierra, antes de ser tragado por él. Las islas son aquí colinas con rostro de eternidad, de mirada amable a la vez que misteriosa, con personalidad propia.
Y así sucedió que me enamoré de una montaña. La montaña que me salvó de la soledad del llano cuando escapaba de las tierras de su océano.
Reminiscencias del mar.

"De Profundis", Miguelanxo Prado

"En la tumba del marinero
nunca florecen las rosas.

Son su única plegaria
las alas de las gaviotas,

y solo tiene por lápida
las lágrimas de su amada
que por su regreso llora.

En la tumba del marinero
solo florece la aurora".

(antigua canción alemana)

jueves, 1 de marzo de 2012

el día que me convertí en asesino

(área de descanso nº 170)

No recuerdo qué edad tenía. ¿Siete años? ¿Ocho años quizás? Aun así, ahora no puedo decir que fuera un asesino precoz. Ya estaba curtido en masacres. Inconscientes masacres, pero masacres en definitiva. A esas alturas, supongo que ya me había ganado una terrible reputación, transmitida de antena en antena, entre algunas especies de himenópteros, incinerando indefensas hormiguitas con lupas y cerillas o incluso destruyendo hormigueros enteros removiendo furiosamente la tierra y encharcándolos... Lo reconozco, esas cosas no están nada bien. Si un día el Tribunal de Hormigas me condena por genocidio, es imposible que me sirva la excusa de la curiosidad (comprendan, señoras hormigas -y hormigos, si es que existen tales seres-, sentía curiosidad por ver cómo reaccionaban ante una catástrofe de magnitudes formidables, quería ver si había algún tipo de organización en ese frenético correr, confuso y febril...). El delito es demasiado espantoso y brutal como para atenuarlo con excusas. No, no me servirán excusas y tendré que aceptar estoicamente mi condena, aunque la idea de que unas mandíbulas hormiguiles pelen de carne mis huesos no me resulta nada llevadera.
En todas estas matanzas previas no había, empero, conciencia de asesinato por mi parte. Solo cuando lo pienso retrospectivamente, mis nervios transportan el horror de los gritos de millones y millones de hormigas (cierto es que no habré exterminado más de un centenar, a lo sumo, pero...) a cada célula de mi ser. Nunca en aquellos años. Sin embargo, al fin llegó el día de mi bautismo de fuego como asesino, teniendo plena conciencia de mis actos. La parte del fuego la puso el sol radiante. Y la del bautismo (por eso de que se necesita sumergirse en el líquido elemento para ser bautizado) corrió a cargo del agua del mar.

Fue un día en pleno verano. Disfrutaba de una plácida jornada en una playa de la costa atlántica, cobijada entre prominentes montañas cubiertas de árboles. Y pese a que el sol castigaba con fuerza y se acercaba la hora del mediodía, por una estricta orden del alto mando (a.k.a., los progenitores) no me quedaba más remedio que deambular sobre una arena cada vez más ardiente. A un lado, la ría se iba vaciando de mar rápidamente con la bajada de la marea. Corrientes muy peligrosas y un historial de personas arrastradas por sus mortíferos abrazos salinos eran los motivos por los que se me había vedado la posibilidad de un chapuzón antes de la comida. A otro lado, la lejana sombra de un bosquecillo de pinos, eucaliptos y algún solitario roble despistado. Demasiado lejana como para aventurarme hasta ella en un día perezoso y en la hora perezosa. Y en tierra de nadie, en la tórrida arena blanquecina, entre lejanas sombras de árboles y prohibidas corrientes marinas, un chavalillo con tiempo para no hacer nada divertido.
Entonces, en ese vacío lleno de arena, asalta la vena ingenieril. Al lado de una pequeña duna comienzo a excavar un agujero. Es un clásico eso de los agujeros en la arena. Hay que hacerlo tan profundo y amplio como para caber uno mismo dentro de él. En un momento, agachado mientras excavo con la diestra, levanto la vista y sobre el promontorio de la duna, muy cerca de mí, descubro que un cangrejo está quieto, observándome. Me perturba esa presencia. Le arrojo un puñado de arena fina para ahuyentarlo, pero el cangrejo no solo no se va, sino que levanta sus pinzas en ademán amenazador. Ahora sí tenemos un problema. El cangrejo me parece enorme, pero es por efecto de la inquietud. Yo no lo sé. Yo creo que en realidad es enorme. Seguro que no superaba los diez o doce centímetros (a lo largo o a lo ancho, indistintamente) y, sin embargo, lo veo gigantesco. Imagino que él tiene tanto miedo como yo, aunque los dos comenzamos un extraño juego de intimidación. Él está erizado de patas y bien erguido sobre la arena. Yo me pongo de pie y le demuestro que es absurdo que alguien de su tamaño se enfrente con un gigante. Por un momento, pienso que si yo me viera frente a un enemigo del tamaño de un edificio de siete plantas no se me ocurriría hacerme el valiente. Al contrario: buscaría refugio, y rápido. Pero el cangrejo es un temerario y no se mueve del lugar. Yo defiendo mi hoyo, mi territorio. El que se tiene que marchar es él. Vuelvo a arrojarle arena con los pies. El bicho acorazado se empecina en mantener la posición y su actitud parece más agresiva. Me mira con una cara que no presagia nada bueno. ¿Te quieres marchar de una vez?
Me estoy cansando... Cerca, veo una rama de algún árbol que no sé cómo ha llegado hasta allí. La tomo del suelo. ¿No ves, bicho? Ahora, además, tengo un arma peligrosa. ¿Te vas a ir por fin? Pero por más que agito la rama delante de él, sus patas no dan el paso atrás que me revele su debilidad, su intención de abandonar el enfrentamiento antes de que comience de verdad. Con nerviosismo, intento empujarlo ayudándome del palo. Solo consigo cabrearlo más y que haga castañetear sus pinzas. Hasta aquí hemos llegado. ¿Te vas a poner gallito conmigo? Me he cansado de blandir la rama ante su rostro ceñudo sin conseguir que retroceda ni un centímetro. Por fin, le atizo una estocada. Y aunque parece maltrecho, persiste en su actitud agresiva. Es más, ya no retrocede, sino que avanza. Me desconcierta ese lío de patas y, ciego de adrenalina, descargo varios golpes sobre la coraza, hasta que me parece que el armazón colapsa. El bicho deja de agitarse. La batalla no ha tenido ninguna gloria. Miro alrededor. Nadie en la vastedad del lugar ha presenciado el absurdo combate. Empujo con la rama los restos del bicho hasta el agujero y entierro el cuerpo del delito. También entierro mi vergüenza. Creo que no habrá suficiente arena en la playa para ocultar esta historia descabellada... En un claro día sin nubes, siento de repente que el cielo se ha vuelto lóbrego, terrorífico, perturbador... Es hora de comer, pero no tengo ni pizca de hambre. En este día me he convertido en un asesino y no tengo nada que celebrar...

- Eh, ¿qué haces ahí, como una estatua, paralizado delante de esa roca? Ven, hombre, no veas qué buena está el agua. Vamos a nadar un rato.
- Sí, ya voy. Un momento.

Han pasado muchos años, pero no se me ha olvidado cómo acabar con alguien como tú. Así que haz el favor de apartarte de mi camino. No te lo voy a repetir ni una vez más...