Cuando pienso en meses de transición, todo el protagonismo se lo lleva noviembre. Es tan de transición que le sobran días. Podría tener menos que febrero, pero aun así pertenece al club de los meses de 30 días, no al de los de 31, que es el de los meses "importantes". A ver... no tengo nada en contra de los meses de 30 días (de los doce, mi mes favorito es septiembre), pero es que noviembre no merecía durar tanto como otros. Empieza con las fiestas de los difuntos y se va diluyendo en una especie de agonía prenavideña, acompañada con la amenaza de un invierno al acecho. Tan en tierra de nadie está noviembre, que ocupa un lugar insustancial en medio del otoño, con los árboles ya despojados de sus hojas, pero sin que las nieves hayan extendido todavía su manto blanco por doquier.
Y ya ha pasado noviembre. Se ha ido como desaparece el sol al final del día. Sin ruido, sin alharacas, sin un postrer exceso, lánguidamente. Con poco equipaje que transportar, con las escasas expectativas trasladadas a diciembre, con bastante indolencia, anestesiados los sentidos.
En ese vacío, echo de menos algo así como un thanksgiving day, un alto en el camino que sirva para marcar el punto de inflexión entre la nada otoñal y el resto del páramo en que los adornos navideños (todavía desactivados) comienzan a abarrotar las ciudades, estirando un tiempo que luego (de tan anunciado, como en el cuento del pastor mentiroso y el lobo) transcurrirá en un suspiro, como por sorpresa.
Es lo que tiene noviembre, que le ha tocado ocupar un lugar casi al final del año, donde es difícil prestarle atención o tenerle cariño. Aunque quizás suceda que algún noviembre de algún año se guarde un as en la manga y una Sara Deever aparezca de repente para transformar un mes anodino en una experiencia inolvidable. Dulce, tal vez.
Pero no será este noviembre. Ya no.